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Un mundo feliz brinda bendiciones de alegría a toda la humanidad (página 2)



Partes: 1, 2

Ella regresó a la cocina y volvió a sentarse. Más tarde oyó que él encendía el televisor. Escuchó música de concierto durante poco más o menos una hora, y luego oyó que apagaba el aparato, y luego la luz del salón y luego, que se metía bajo la manta en el diván. Más tarde aún, dormitó involuntariamente, sentada a la mesa de la cocina.

El teléfono la despertó. Pudo oír a Bill Black tanteando en el salón, intentado encontrarlo.

—En el vestíbulo —dijo ella adormilada.

—Hola —dijo Black.

El reloj sobre la pared de la cocina le indicó que eran las tres y media. Dios mío, pensó.

—Está bien —dijo Black. Colgó el teléfono y volvió trabajosamente al salón. Prestando atención, ella oyó que se vestía, metía sus cosas en la maleta y luego, la puerta de entrada se abrió y se cerró. Se había ido. Se había marchado.

Sin esperar, pensó ella frotándose los ojos y tratando de despertar. Se sentía rígida y tenía frío; temblorosa, se puso de pie y se mantuvo junto al horno intentando calentarse.

—No volverán —pensó—. Al menos, Ragle no volverá. De lo contrario, Black habría esperado. Desde su habitación, Sammy llamó:

— i Mamita! ¡Mamita! Ella abrió la puerta.

—¿Qué ocurre? —preguntó. Sentado en la cama, Sammy dijo:

—¿Quién estaba al teléfono?

—Nadie —dijo ella. Entró en la habitación y se inclinó para ajustar las mantas sobre el niño—. Vuelve a dormirte.

—¿Papá ya ha vuelto?

—Todavía no —dijo ella.

—Vaya —dijo Sammy volviendo a acostarse y empezando ya a quedarse dormido—. Quizá robaron algo… se marcharon de la ciudad.

Ella se quedó en la habitación, sentada en el borde de la cama del niño, fumando un cigarrillo, obligándose a permanecer despierta.

No creo que regresen, pensó. Pero de cualquier modo esperaré. Por si acaso.

—¿Cómo que tienen razón? —dijo Vic—. ¿Quieres decir que está bien bombardear ciudades y hospitales e iglesias?

Ragle Gumm recordó el día en que por primera vez oyó hablar de los colonos lunares, llamados ya lunáticos, que hacían fuego contra las tropas federales. Nadie se había sorprendido demasiado. Los lunáticos, en su mayoría, eran gente disconforme, jóvenes parejas todavía no establecidas, jóvenes ambiciosos con sus esposas, muy pocos con hijos, ninguno de ellos con propiedades o responsabilidad. Su primera reacción fue desear incorporarse al ejército para luchar. Pero su edad se lo impedía. Y podía ofrecerse como voluntario para algo mucho más importante.

Lo hicieron trabajar en el planeamiento de los ataques de los misiles; él y el personal puesto a su disposición hicieron los gráficos y las estructuras de predicción que le eran necesarias y llevaron a cabo las investigaciones estadísticas. El mayor Black había sido su oficial ejecutivo, un brillante individuo ansioso por aprender cómo se llevaba a cabo un planeamiento. Durante el primer año todo fue perfectamente, pero luego el peso de la responsabilidad terminó por abatirlo. La conciencia de que todas esas vidas dependían de él. Y entonces, los miembros del ejército decidieron llevárselo de la Tierra. Ponerlo a bordo de una nave y llevarlo a uno de los centros de reposo de Venus al que iban los altos funcionarios del gobierno y en el que pasaban gran parte de su tiempo. El clima de Venus, o quizá los minerales que había en el agua o la gravedad —nadie lo sabía de cierto—, había contribuido mucho a la cura del cáncer y las dolencias cardíacas.

Por primera vez en su vida abandonaba la Tierra. Saliendo al espacio exterior, entre planetas. Libre de la gravedad. La más gruesa cadena ya no lo sujetaba. La fuerza fundamental que mantenía el universo de la materia comportándose como se comportaba. La Teoría del Campo Unificado, de Heisenberg, había conectado toda energía, todo fenómeno en una única experiencia. Ahora, al abandonar su nave la Tierra, pasaba de esa experiencia a otra, la experiencia de la pura libertad.

Satisfacía para él una necesidad de la que nunca había tenido conciencia, Un profundo anhelo inquietante bajo la superficie siempre presente en él. durante toda su vida, aunque no articulado. La necesidad del viaje constante. De migrar.

Sus antepasados habían migrado. Habían aparecido, nómadas, no granjeros, sino recolectores de alimentos, penetrando en Occidente desde Asia. Cuando llegaron al Mediterráneo, se habían asentado, porque se toparon con el borde del mundo; no había otro sitio a dónde ir. Y luego, más adelante, centenares de años más adelante, llegaron noticias de que existían otros lugares. Tierras más allá del mar. No habían avanzado nunca mucho por el mar, salvo quizás en ocasión de una abortada migración al Norte de África. Esa migración por el agua en barcas era para ellos algo aterrador. No tenían idea de adonde iban, pero al cabo de un tiempo habían llevado a término esa migración de un continente a otro. Y eso los contuvo por un tiempo, porque de nuevo se habían topado con el borde del mundo.

Ninguna migración había sido nunca como ésta. Ninguna especie la había llevado nunca a cabo, ninguna raza. Desde un planeta a otro. ¿Cómo podrían nunca sobrepasarla? Daban ahora en estas naves el salto final. Cada variedad de vida llevaba a cabo su propia migración, su viaje continuo. Era una necesidad universal, una experiencia universal. Pero esta gente había descubierto la etapa final, y, que ellos supieran, ninguna otra especie o raza había descubierto cosa semejante.

Nada tenía que ver con minerales, recursos o mediciones científicas. Ni siquiera con exploraciones y beneficios. Esas eran excusas. La verdadera razón estaba fuera del

marco de sus mentes conscientes. Si le hubieran pedido que formúlase esa necesidad, no podría haberlo hecho aun cuando la experimentaba profundamente. Nadie podría haberlo hecho. Un instinto, el más primitivo de los impulsos, así como el más noble y complejo. Era ambas cosas a la vez.

Y la ironía del asunto, pensó, es que la gente dice que Dios nunca tuvo intención de que nosotros viajáramos al espacio.

Los lunáticos tienen razón, pensó, porque saben que eso nada tiene que ver con el provecho que pueda obtenerse con la explotación de minerales. No se trata de una cuestión política, ni siquiera ética. Pero es preciso dar una respuesta cuando alguien le formula una pregunta a uno. Es preciso fingir que uno la sabe.

Durante una semana se bañó en las cálidas aguas minerales en las fuentes termales Roosevelt de Venus. Luego lo enviaron de vuelta a la Tierra. Y, poco después, empezó a consagrar su tiempo a la evocación de su infancia. De los pacíficos días en que su padre se sentaba en la sala leyendo el periódico y los niños miraban el Capitán Canguro por televisión. Cuando su madre conducía el Volkswagen y las noticias que transmitía la radio no eran sobre la guerra, sino sobre los primeros satélites en torno a la Tierra y las esperanzas iniciales de disponer de energía nuclear.

Antes de las grandes huelgas y represiones y la discordia civil que sobrevinieron más tarde.

Ése era su último recuerdo. La consagración de su tiempo a meditar acerca de la década de los cincuenta. Y luego, un buen día, se descubrió de nuevo en los años cincuenta. Le había parecido un acontecimiento maravilloso. Una maravilla que arrebataba el aliento. De pronto las sirenas, los edificios de c. c., el conflicto y el odio, las tiras de los parachoques en que se leía un mundo feliz , se desvanecieron. Los soldados de uniforme a su alrededor todo el día, el miedo al próximo ataque de los misiles, la presión y la tensión y, sobre todo, la duda que todos habían sentido. La terrible culpa de una guerra civil, enmascarada por una ferocidad cada vez mayor. Hermano contra hermano. La familia en contra de sí misma.

Un Volkswagen avanzó y se detuvo. Una mujer, muy bonita y sonriente, salió de él y dijo:

—¿Listo para volver a casa?

Un acertado coche pequeño, pensó. Hicieron una buena compra. De gran valor en la reventa.

— Casi —le dijo a su madre.

—Quiero comprar unas cosas en la droguería —dijo su padre, cerrando la portezuela del coche tras ellos.

Aceptan la vieja máquina de afeitar eléctrica como parte del pago de una nueva, pensó mientras miraba a su madre y a su padre que se dirigían a la sección de droguería del Centro Comercial de Enrié. Siete cincuenta por la vieja máquina de afeitar, cualquiera que sea su marca. No había preocupación ominosa alguna: sólo el placer de la compra. Encima de su cabeza, los carteles brillantes. Los colores de los diversos anuncios. La brillantez, el resplandor. Se paseó por el aparcamiento, entre largos coches de colores pastel, mirando los carteles, leyendo las palabras en los escaparates. Café Schilling a 69 centavos la libra. Dios, pensó. Qué compra.

Su mirada abarcó las mercancías, los coches, la gente, los mostradores; pensó: Cuántas cosas que mirar. Cuántas que examinar. Prácticamente, una feria. En el departamento de alimentación, una mujer obsequiaba muestras gratis de queso. Se dirigió hacia allí. Pedazos de queso amarillo en una bandeja. La mujer les servía a lodos. Algo por nada. La excitación, zumbidos y murmullos. Entró en la tienda y extendió la mano en busca de su muestra, tembloroso. La mujer le sonrió desde lo alto y dijo:

—¿Qué se dice?

—Gracias —dijo él.

—¿Te gusta esto? —preguntó la mujer—. ¿Pasearte por las tiendas mientras tus padres están de compras?

—Si —dijo él masticando el queso. La mujer preguntó:

—¿Es porque piensas que todo lo que puedas necesitar puede conseguirse aquí? ¿Que una gran tienda, un supermercado, es en si un mundo completo?

—Creo que si —admitió.

—De modo que no hay nada que temer —dijo la mujer—. No hace falta sentir ansiedad. Puedes relajarte, encontrar la paz aquí.

—Es cierto —dijo él algo ofendido con ella por el interrogatorio. Miró una vez más la bandeja con comida.

—¿En qué departamento estás ahora?

Él miró a su alrededor y vio que estaba en el departamento de farmacia. Entre los tubos de pasta dentífrica, revistas, gafas para sol y potes de lociones para las manos. Pero estaba en el departamento de alimentación, pensó con sorpresa. ¿Dónde están las muestras de comida, la comida gratis? ¿Hay muestras gratis de goma de mascar o caramelos aquí? Eso sería estupendo.

De modo que ya ve —dijo la mujer—, a usted no le hicieron nada, a su mente quiero decir. Usted mismo retrocedió en el tiempo. Ahora mismo lo ha hecho con sólo leer acerca de los sucesos actuales. Continuamente quiere retroceder en el tiempo. —Ahora no tenía una bandeja con muestras de queso—. ¿Sabe quién soy? —preguntó con voz considerada.

—Me es familiar —dijo él, dando largas al asunto, porque no lo podía recordar.

—Soy la señora Keitelbein —dijo la mujer.

—Eso es —convino él. Se apartó de ella—. Ha hecho mucho por ayudarme —le dijo, sintiéndose agradecido.

—Está saliendo del estado en que se había sumido —dijo la señora Keitelbein—. Pero le llevará tiempo. La tensión que soporta es muy fuerte. El impulso que lo lleva al pasado.

La multitud de los sábados por la noche lo rodeaba como un enjambre por todas partes. Qué bueno, pensó. Ésta es la Edad de Oro. Sin duda la más maravillosa época en la que vivir. Espero poder vivir siempre así.

Su padre le hacia señas desde el Volkswagen. Los brazos cargados de paquetes.

— Vamos —gritó.

—De acuerdo —dijo él, todavía maravillado, todavía viéndolo todo, contrariado por tener que dejarlo. En la esquina del aparcamiento había montones de papeles de colores que el viento había llevado allí, envoltorios, cartones y bolsas de papel. Su mente descubrió las estructuras, los paquetes de cigarrillos aplastados, las tapas de los cartones de leche malteada. Y entre los desperdicios había algo de valor. Un billete de un dólar, plegado. Había sido arrastrado allí por el viento con lo demás. Agachándose, lo cogió y lo desplegó. Sí, un billete de un dólar. Alguien probablemente lo había perdido hacía mucho, mucho tiempo.

—Eh, mirad lo que he encontrado —gritó a su padre y a su madre mientras corría hacia ellos y el coche.

Se celebró una conferencia que terminaba:

—¿Puede guardarlo? ¿Sería correcto.'' —Preocupación por parte de su madre.

—No podría encontrar jamás a su dueño —dijo su padre—. Claro, guárdatelo. —Le pasó la mano por el pelo, despeinándoselo.

—Pero no se lo ha ganado —dijo su madre.

— To lo he encontrado —salmodió Ragle Gumm, apretando el billete en la mano—. Calcule' dónde estaba; sabía que estaba allí en medio de la basura.

—Fue suerte —dijo su padre—. Claro que conozco gente que va andando y descubren dinero en el pavimento el día que se les antoja. To nunca puedo. Creo que no he encontrado ni diez centavos en toda mi vida.

— To sí puedo hacerlo —salmodió Ragle Gumm—. Puedo calcularlo; sé cómo se hace.

Más tarde, su padre, echado sobre el diván en el salón, contaba historias acerca de la segunda guerra mundial, la parte que le tocó desempeñar en la fase del Pacífico. Su madre fregaba platos en la cocina. La tranquilidad de la casa…

—¿Qué vas a hacer con el dólar? —le preguntó su padre.

—Lo invertiré —dijo Ragle Gumm—. De esa manera tendré más.

— Un gran empresario, ¿eh? —dijo su padre—. No te olvides de los impuestos que tendrás que pagar.

—Aun así me quedará mucho —dijo confiado, echándose hacia atrás como lo hacía su padre, con las manos en la nuca y los codos hacia afuera.

Saboreó este momento, el más feliz de todos cuantos tuvo en la vida.

—Pero ¿por qué con tanta inexactitud? —le preguntó a la señora Keitelbein—. El coche Tucker. Era un coche admirable, pero…

La señora Keitelbein dijo:

—Viajó usted en uno de ellos en una ocasión.

—Sí —dijo él—. O, cuando menos, eso creo. Cuando era pequeño. —Y en ese momento, recordándolo, pudo sentir la presencia del coche—. En Los Ángeles —dijo—. Un amigo de papá tenía uno de los prototipos.

—Ya ve usted —dijo ella—. Eso lo explicaría.

—Pero no se produjo nunca en serie. No pasó nunca de la etapa de fabricación artesanal.

—Pero usted lo necesitaba —dijo la señora Keitelbein—. Era para usted. Ragle Gumm dijo:

La cabaña del tío Tom. —Le había parecido perfectamente natural en el momento, cuando Vic le había mostrado el folleto del Club del Libro del Mes—. Eso se escribió un siglo antes de mis tiempos. Es un libro verdaderamente antiguo.

Cogiendo el artículo de la revista, la señora Keitelbein se lo alcanzó.

—Un recuerdo de infancia —dijo—. Trate de recordar.

Allí, en el artículo, había una línea sobre el libro. Había tenido un ejemplar, lo había leído una y otra vez. Cubiertas de color negro y amarillo muy gastadas, con ilustraciones hechas a carbonilla tan espeluznantes como el libro mismo. Una vez más sintió el peso del objeto en las manos, la polvorienta y rugosa presión de la tela y el papel. Él mismo en la quietud y las sombras del patio, con la cabeza gacha, la mirada fija en el texto. Se lo llevaba consigo a su habitación, lo releía, pues era un elemento estable; no cambiaba. Le daba la sensación de certidumbre. La sensación de que se podía contar con que estuviera allí, exactamente donde siempre había estado. Aun las marcas en la primera página que él había hecho: sus iniciales garrapateadas.

—Todo según sus requerimientos —dijo la señora Keitelbein—. Lo que necesitaba usted para su seguridad y consuelo. ¿Por qué debía ser exacto? Si La cabaña del tío Tom era una necesidad de su infancia, tenía que estar incluido.

Como una ensoñación diurna. La inclusión de lo bueno. La exclusión de lo indeseable.

—Si las radios no resultaban convenientes, pues entonces no las había —dijo la señora Keitelbein—. O, al menos, no debía haberlas.

Pero una cosa tan natural, advirtió. De vez en cuando olvidaban una radio. Olvidaban que en la ilusión la radio no existía; continuamente resbalaban en semejantes bagatelas. La dificultad típica en el mantenimiento de las ensoñaciones diurnas… no lograban conservar la coherencia. Sentado a la mesa, jugando al poker con nosotros, Bill Black vio el detector de cristal, y no lo recordó. Era algo demasiado corriente. No lo registraba; tenía en mente cosas más importantes.

Con su tono paciente, la señora Keitelbein continuó:

—De modo que reconoce que fabricaron para usted, y en él lo pusieron, un ambiente seguro y controlado en el que pudiera desempeñar su trabajo sin dudas ni distracciones. Sin que se diera cuenta de que estaba de parte de la facción equivocada.

Dijo Vic violentamente:

—¿La facción equivocada? ¡La facción que estaba siendo bombardeada!

—En una guerra civil —dijo Ragle—, todas las facciones se equivocan. Es inútil poner las cosas en claro. Todos son víctimas.

En sus períodos de lucidez, antes de que se lo llevaran de su oficina y lo instalaran en la Ciudad Vieja, había trazado un plan. Había reunido cuidadosamente sus notas y papeles, empaquetado sus permanencias y se había preparado para partir. De manera indirecta había logrado establecer contacto con un grupo de lunáticos de California en uno de los campos de concentración del Oeste Medio; las dosis de entrenamiento de reorientación no habían afectado todavía su lealtad, y había obtenido instrucciones de ellos. Debía encontrarse con un lunático libre que no había sido detectado en St. Louis, a una hora precisa, un día preciso. Pero nunca llegó allí. El día antes habían cogido a su contacto, y lo despojaron de su información. Y eso fue todo.

En los campos de concentración, los lunáticos capturados eran sometidos a un sistemático lavado de cerebro, aunque por supuesto, nunca se le daba ese nombre. Se llamaba educación de acuerdo con nuevos parámetros, se liberaba al individuo de prejuicios, convicciones desviadas, obsesiones neuróticas e ideas fijas. Lo ayudaba a madurar. Era conocimiento. Salía del proceso mejorado como hombre.

Una vez construida la Ciudad Vieja, la gente que entraba en ella y se convertía en parte de su vida, era sometida a la misma técnica utilizada en los campos. Se ofrecían como voluntarios. Todos, salvo Ragle Gumm. En su caso la técnica de los campos ajustó los últimos elementos de su retiro al pasado.

Lograron que funcionara, advirtió. To me retiré y ellos fueron tras de mí. Me mantuvieron a la vista.

Vic dijo:

—Es mejor que lo pienses bien. No es poca cosa pasarse al otro bando.

—Ya se ha decidido —dijo la señora Keitelbein—. Lo hizo hace tres años.

—No iré contigo —dijo Vic.

—Lo sé —dijo Ragle.

—¿Vas a abandonar a Margo, a tu propia hermana?

—Sí —dijo él.

—Vas a abandonar a todo el mundo.

—Sí —dijo él.

—De modo que puedan bombardearnos y matarnos a todos.

—No —dijo él. Porque después de haberse ofrecido como voluntario, abandonado su empresa privada e ido a trabajar a Denver, se había enterado de algo que sabían los más altos funcionarios del gobierno y que nunca había sido dado a conocimiento público. Era un secreto bien guardado. Los lunáticos, los colonos de la Luna, habían convenido en llegar a un acuerdo durante las primeras semanas de guerra. Sólo insistían en que se mantuviera un esfuerzo apreciable por proseguir la colonización de la Luna y que los lunáticos no fueran sometidos a acciones punitivas una vez cesadas las hostilidades. Sin Ragle Gumm el gobierno de Denver aceptaría esas condiciones. La amenaza de los ataques con misiles sería bastante. Los sentimientos públicos contra los colonos lunares no iban tan lejos; tres años de lucha y sufrimiento para ambos bandos habían resuelto la cuestión.

Vic dijo:

—Eres un traidor. —Se quedó mirando fijamente a su cuñado. Salvo, pensó Ragle, que no soy su cuñado. No estamos emparentados. No lo conocía antes de levantarse la Ciudad Vieja.

Sí, pensó. Lo conocía. Cuando yo vivía en Boyd, Oregon. Él atendía un colmado allí. Solía comprarle frutas y verduras. Siempre estaba con su delantal blanco entre las cajas de patatas, sonriéndoles a los clientes, preocupándose por los desperdicios. Sólo en esa medida nos conocíamos.

Tampoco tengo yo una hermana.

Pero, pensó, los consideraré mi familia, pues durante dos años y medio en la Ciudad Vieja han sido una auténtica familia junto con Sammy. Y June y Bill Black son mis vecinos. Los estoy abandonando: abandono familia, parientes, vecinos y amigos. Eso es lo que significa una guerra civil. En cierto sentido es la guerra más idealista que existe. La más heroica. Significa los máximos sacrificios, las mínimas ventajas prácticas.

Lo hago porque sé que es lo conecto. Lo primero es mi deber. Todos los demás, Bill Black, Victor Nielson, Margo, Lowery, la señora Keitelbein y la señora Kesselman han cumplido con su deber; han sido leales a aquello en lo que creían. Tengo intención de hacer lo mismo.

Tendiéndole la mano, le dijo a Vic:

—Adiós.

Vic, con cara impasible, no le hizo ningún caso.

—¿Volverás a la Ciudad Vieja? —le preguntó Ragle. Vic asintió con la cabeza.

—Quizá te vuelva a ver —dijo Ragle—. Después de la guerra. —No creía que durase mucho más—. Me pregunto si mantendrán con vida la Ciudad Vieja —dijo—. Sin que yo esté en su centro.

Volviéndose de espaldas, Vic se alejó de él dirigiéndose a la puerta de la droguería.

—¿Hay algún modo de salir de aquí? —preguntó en voz alta dándoles a los dos la espalda.

—Lo dejaremos salir —dijo la señora Keitelbein—. Junto a la autopista; allí puede conseguir que alguien lo lleve a la Ciudad Vieja.

Vic permaneció junto a la puerta.

Es una lástima, pensó Ragle Gumm. Pero hace ya algún tiempo que las cosas son así. Esto no es nada nuevo.

—¿Me matarías? —le preguntó a Vic—. ¿Si pudieras?

—No —dijo Vic—. Siempre existe la posibilidad de que vuelvas a este bando.

Ragle le dijo a la señora Keitelbein:

—Vamonos.

—Su segundo viaje —dijo ella—. Abandona de nuevo la Tierra.

—Es cierto —dijo Ragle. Otro lunático que se suma al grupo ya instalado allí.

Al otro lado de las ventanas de la droguería, una forma se inclinaba en posición de lanzamiento. En su parte inferior hervían vapores. Junto a ella estaba la rampa de acceso bien ajustada. A media altura se abría una puerta en el costado de la nave. Un hombre asomó la cabeza, parpadeó esforzándose por ver en la oscuridad de la noche. Luego encendió una lámpara coloreada.

El hombre de la lámpara coloreada se parecía a Walter Keitelbein de un modo sorprendente. De hecho, era Walter Keitelbein.

 

 

Autor:

Philip K. Dick

Enviado por:

Ing. Lic. Yunior Andrés Castillo S.

"NO A LA CULTURA DEL SECRETO, SI A LA LIBERTAD DE INFORMACION"?

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Santiago de los Caballeros,

República Dominicana,

2015.

"DIOS, JUAN PABLO DUARTE Y JUAN BOSCH – POR SIEMPRE"?

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